Las tardes pasadas en las playas de
Mazatlán son, para mí, gruesos granos de arena que se cuelan en la memoria y
con paso del tiempo (oscura y rumiante meditación de ostra, encallecimiento
nostálgico de la mirada) se convierten en perlas que anidan en las concavidades
del alma. Mi niñez y mi adolescencia son dos cofres rebosantes de esas perlas.
Son tantas las que tengo –su oriente aún no se empaña– que no sé qué hacer con
ellas: vacilo entre atesorarlas en soledad, usarlas para fabricar cursi
bisutería literaria, arrojarlas a los muladares del presente o convertirlas en
las cuentas añejadas del rosario que he de sobar incansablemente en la vejez.
***
(Advertencia: spoiler). Hace unos meses fui a ver a un teatro de la UNAM Melville en Mazatlán, obra escrita por
Vicente Quirarte y dirigida por Eduardo Ruiz Saviñón. El fracaso y el
desaliento contrapuestos a las gloriosas ambiciones que se engendran en el
corazón de quien decide consagrar su vida al ejercicio a veces ingrato de la
literatura están ahí encarnados en la figura de Herman Melville, quien en la
obra de Quirarte tiene un encuentro borgiano consigo mismo: el Melville joven, entusiasta
aspirante a novelista, se topa en un muelle de Nueva York con el Melville
viejo, quien pese a haber escrito algunos de los textos cumbres de la
literatura occidental, vive en la oscuridad, minado acremente por la tragedia
personal y la incomprensión del mundo. Por sí solo, esto hubiera bastado para conmoverme
(tengo una debilidad sentimental por la biografía y la obra de Melville), pero
el argumento de Quirarte, representado por los actores Arturo Ríos y Pedro de
Tavira Egurrola, me tenía preparado un detalle mazatleco y monstruoso que me
estremeció:
El
joven Melville narra uno de sus viajes como marinero. Cuenta que en una
ocasión, proveniente del sur y con rumbo hacia California, el barco en el que
iba se detuvo frente a las costas de Mazatlán para esperar un cargamento de oro.
Este evento ocurrió en la década de 1840, cuando el auge minero de la sierra
sinaloense transformó a Mazatlán de un territorio inhóspito y casi inhabitable
por falta de agua potable a un enclave privilegiado y floreciente para el
contrabando. Mientras esperaban instrucciones para desembarcar, unos heraldos del
puerto avisaron al capitán que tendría que esperar porque el oro no estaba
listo aún. Con el barco anclado no lejos de la costa, la tripulación se resignó
a ver desde la borda la pequeña ciudad, todos frenados por la orden tajante de
que nadie desembarcara: los oficiales sabían que los trabajadores, desesperados
por llevar semanas o meses en altamar, aprovecharían cualquier oportunidad para
desertar si tocaban tierra.
Pero era miércoles de
ceniza y unos marineros irlandeses suplicaron que les permitieran bajar para ir
a la iglesia, permiso que, después de muchos ruegos, les fue otorgado con la
condición de que regresaran al atardecer en una lancha que iría por ellos a la
playa. Entre los irlandeses logró colarse Melville, que desembarcó en la arena
mazatleca de la Bahía de San Félix (hoy Playa Norte), justo donde yo pasé, dada
la cercanía de la casa de mis abuelos, innumerables tardes de mi infancia jugando
entre las vísceras rojísimas y pestilentes que los pescadores arrojaban a los
pelícanos cuando limpiaban el pescado. Aunque no lo dice el actor de la obra en
su parlamento, es obvio que Melville caminó o avanzó en una carreta por la
calle principal (hoy Belisario Domínguez) y llegó al corazón comercial del
puerto.
Pese a ser muy creyente,
no fue a la iglesia y, por el contrario, se dedicó a conocer la ciudad, cuyo singular
nombre de origen prehispánico lo atrapó desde el comienzo con una especie de embrujo
fonético: “Ma-za-tlán”, repite una y otra vez, entusiasmado, el joven Melville
ante los espectadores del teatro. Cuenta que con el dinero que llevaba, comió
mariscos, pescados, visitó cantinas, bebió mezcal y entró a toda clase de
tugurios concurridos por gente de baja estofa: gambusinos, cuchilleros,
nigromantes, marineros pendencieros y prostitutas chimuelas. Más tarde,
acompañado de un escocés que conoció ahí mismo, recorrió, sin importarle que
había llegado la hora de regresar al barco, el paseo de Olas Altas y el agreste
Cerro del Vigía, desde cuya cima contempló, a la luz de la luna que se
reflejaba, plateada, sobre el mar, los dos islotes de piedra blanca (su extraño
color polar se debe al milenario guano de las aves que los sobrevuelan) que emergen,
colosales e intemporales, como fieros leviatanes calcificados frente a la
ciudad pecadora. Fue en ese momento cuando Melville, impactado por el paisaje,
tuvo una revelación, un relámpago mefistofélico que anidó en su pecho y lo marcó
con el hierro candente de la obsesión, sí, la obsesión (él mismo fue su
personaje Ahab) de escribir una novela sobre una ballena blanca tan monstruosa
y titánica como los islotes que, ahí en Mazatlán, vio esa noche de juerga. Así surgió,
entre las olas, el germen de Moby Dick.
A la mañana siguiente, con una resaca tremenda, corrió hacia la Bahía de San
Félix y comprobó, para su alivio, que los marineros irlandeses tampoco habían
regresado a la hora convenida por el capitán. Para su buena suerte, la lancha
del barco los esperaba aún. Todos los que desembarcaron habían pasado una noche
tan estupenda que a nadie le importó los castigos y reprimendas que los
esperaban en el barco.
La
estancia de Melville en Mazatlán no está documentada y pertenece más bien al
ámbito de la leyenda, pero ¿alguna vez ha importado la veracidad del relato? Si
Moby Dick es una deidad terrible e infernal ante la cual solo es posible
postrarse reverente o lanzarse en su contra con ánimo deicida, para mí el
argumento obviamente ficticio de Quirarte se ha convertido en un mito fundacional,
una teogonía que suscribo como principio de fe.
***
Antes de conocer la obra de Witold
Gombrowicz, pensaba que jamás volvería a vivir en Mazatlán porque su clima
tropical de temperaturas elevadas y humedad sudorosa dilata los poros de mi
piel, hace eclosionar los barros y las espinillas en mi rostro. Si viviera en
Mazatlán –solía pensar–, regresaría a la adolescencia cutánea –mi acné en esos
años fue severo– y eso me provocaría una angustia y un horror insoportables,
espantosamente similares a los que viví en la secundaria y en la preparatoria,
época de ansiedad, deseos insatisfechos, vergüenzas inexplicables e
insuficiencia general y crónica.
Hoy
pienso diferente gracias al iluminador Gombrowicz, que reivindica la
adolescencia como el estado perfecto de la humanidad, como una edad
indeterminada, indecisa y balbuceante (“el balbuceo de Gombrowicz está siempre
cerca de la afasia […] Gombrowicz trabaja sobre la afasia como condición del
estilo”, dice Ricardo Piglia) que huye por convicción de los anquilosamientos
rancios de la madurez. Por supuesto, Gombrowicz tenía una propuesta estética y
filosófica para esto: una estrategia intelectual que permite traducir la
angustia y la indeterminación adolescentes en un estilo real para el arte y la
vida.
Aquí un sueño que espero
cumplir pronto: abandonar la Ciudad de México y mudarme a Mazatlán en los meses
más cálidos del año, instalarme en una de las pequeñas casas de los suburbios
mazatlecos donde pasé mi pobre adolescencia y leer los diarios y las novelas de
Gombrowicz. Rodearme, como Witold lo hizo en Argentina, de jovencitos
ignorantes, platicar con ellos, sumergirme de nuevo en lo más profundo de la
adolescencia porteña mientras compruebo en el espejo que mi cara se cubre de
acné y mi estilo literario comienza a cambiar, a perder los rasgos adultos que
he ido aprendiendo en estos últimos años de profesionalización. Adquirir el
acné como esos personajes de José Revueltas que se contagian adrede de sífilis:
por convicción, como acto de protesta política –literaria.
![]() |
Yo viví mi adolescencia en un fraccionamiento de los suburbios mazatlecos llamado La Campiña. Esta foto es de un asesinato ocurrido en dicho fraccionamiento, a unos metros de mi antigua casa. Puede verse el tipo de inmueble de interés social donde vivía. |
***
Todas las
novelas (menos La casa de las lobas, ubicada en Pompeya) de Juan José
Rodríguez (Mazatlán, 1970) suceden en su ciudad natal. Asimismo, todas se
caracterizan por ser historias de argumentos novelescos contadas con una prosa
extremadamente cuidada, llena de imágenes poéticas que, pese a su abundancia,
no frenan el rápido fluir de los acontecimientos. Digo “argumentos novelescos”
porque siempre hay en ellos dosis bien medidas de amor, erotismo, aventuras,
personajes exóticos, acción, crímenes y soluciones felices. Para ello, el autor
trabaja con estructuras o sistemas narrativos provenientes de la cultura
popular. Los esquemas narrativos más recurrentes en Rodríguez son los de las
historias de amor imposible y de las novelas de aventuras o de misterio que,
como todos saben, desarrollan (igual que en las telenovelas o en las películas
de acción) una causalidad preestablecida. Cito dos ejemplos estrictamente
anecdóticos, por ser los que más frescos tengo en la memoria:
En Sangre de familia (Planeta, 2011) una oscura y oculta mafia
de vampiros asiáticos opera en los bajos fondos de Mazatlán, venden cocaína y
son asechados por el villano Carlos Goldoni, que desea vengar un antiguo
agravio cometido en el barrio chino de San Francisco. Por circunstancias
extrañas, un joven mexicano de vida gris y mediocre entra en contacto con el
clan de los vampiros, se enamora de la hermana del líder y, como es de
esperarse, vive una serie de escollos (persecuciones, balazos, intrigas,
asesinatos, problemas familiares) para concretar su amor. Al final los
enamorados descubren que son almas gemelas y consuman su unión…
En La novia de Houdini (Océano,
2014), un grupo de extranjeros conformado por magos, cuchilleros y escapistas
recorren los pueblos cercanos a Mazatlán. En una pequeña población minera se
llevan con ellos a un apocado joven sinaloense que ha de servirles como guía.
Para ello, Florissa, la afamada y bellísima novia de Houdini, lo seduce
conforme a un plan dictado por el jefe de los saltimbanquis. Se dirigen al
puerto y es entonces cuando le revelan al joven sus intenciones: van a robar un
diamante mágico que, por rocambolescas circunstancias, pasó de mano en mano
desde un lejano templo de la India —recorriendo las cortes de Francia y las
filas del ejército español— hasta llegar a una opulenta casa mazatleca. Hay
enseñanzas mágicas, homicidios, escapes funambulescos y, como coda, una
intrincada red de soluciones para que el joven y Florissa, enamorados, logren
escapar juntos.
El esquema narrativo, sobra decirlo, es el mismo de las
películas de súper héroes.
Como dice Ricardo Piglia, el antagonismo entre alta
literatura y cultura de masas consiste en que mientras la primera tiene como
fundamento la innovación y la originalidad, la otra tiende a repetir modelos y
esquemas estructurales. “El problema –concluye Piglia– que se presenta al que
trabaja con un sistema narrativo es cómo incorporar a una forma ya estructurada
algunos elementos que no pertenecen a ella”. O lo que es lo mismo: cómo volver
original y distinto, es decir, literario, artístico, un modelo ya existente.
Pienso que en las novelas de Juan José Rodríguez el elemento original o
artístico que se inserta es no tanto la complejidad psicológica de los
personajes ni el retruécano del periplo –más afín al comic que a las novelas
literarias–, sino la extraordinaria calidad de la prosa: historias de vampiros
y magos gambusinos (guiño al cine de serie b) narradas con un lenguaje elegante
y bello que resulta seductor por el contraste que establece con la trama. Lo
cual causa posibles equívocos en la apreciación de su obra al grado de
que lo primero que cierto sector del público resalta –guiado por las frases
mercadotécnicas de las contraportadas– cuando habla de este autor es el
entretenimiento que brota de su pluma y no la delicadeza del lenguaje. Equívoco
que, por cierto, el propio Rodríguez parece interesado en mantener ya que en
eso consiste –creo– su apuesta literaria.
Ahora bien, después de seis novelas publicadas (todas de
la misma índole) y de haber consumado un estilo y una concepción del ejercicio
narrativo identificable, considero que el mayor reto que tendría Juan José es
crear una novela que no se sostenga gracias a esquemas narrativos
preestablecidos; una novela que se levante únicamente por la complejidad
psicológica de los personajes, la experimentación formal y una mayor confianza
en la urdimbre lingüística, que es su verdadero capital literario. Imagino, por
ejemplo, una narración que, para no abandonar el escenario mazatleco, cuente la
vida fútil de un vendedor de pescado y que, pese a la carencia de eventos
llamativos, resulte apasionante, profundamente humana. En ese tipo de historias
yace el verdadero reto de la literatura.
***
La imagen de Mazatlán que proyecta la
totalidad de las novelas de Juan José Rodríguez es un alucinante y
distorsionado fresco tropical donde conviven detectives, narcotraficantes,
piratas, magos, contrabandistas, forasteros misteriosos, vampiros: un Mazatlán
que no existe y que por eso mismo es fascinante. Nunca ha estado en las
intenciones de este autor crear una novela que, como La región más transparente de Carlos Fuentes con la Ciudad de
México, se proponga reflejar la totalidad caleidoscópica de su espacio urbano
nativo.
¿Hay una novela cuyo
protagonista sea Mazatlán mismo? La respuesta es sí, se titula Patasaladas (Ediciones Sin Nombre, 2004)
y su artífice es Juan Esmerio (Mazatlán, 1965), autor también de varios libros
de cuento y de poesía. Se trata de una novela compuesta por breves capítulos
que, protagonizados por distintos personajes, no necesariamente están unidos
entre sí, lo cual produce un efecto coral que me recuerda la estrategia utilizada
en libros como La feria de Juan José
Arreola y, precisamente, La región más
transparente de Fuentes, donde para dar vida a las múltiples realidades de
una población se echa mano de pequeños fragmentos –casi estampas– que retratan
momentos inconexos que, de manera global, se leen como una totalidad orgánica,
palpitante. Por ello Patasaladas no
tiene un argumento unívoco ni una estructura lineal (el final es tan
sorpresivo, sugerente e independiente como el principio), lo cual la convierte
en una novela moderna y arriesgada.
Sin embargo, pensándolo mejor y uniendo los cabos sueltos de la narración, se podría identificar en Patasaladas una historia que bien sirve de hilo conductor: los periplos ordinarios de un adolescente que constantemente funge como narrador, un humilde joven apasionado por la playa, las albercas, las turistas extranjeras y la pesca. Testigo y actor un tanto pasivo de una realidad que gira en torno a la costa mazatleca, este personaje se ve envuelto por el influjo de un ambiente complejo donde convergen intereses y figuras de diversa índole: trabajadores, pandilleros, pescadores, taxistas, empresarios. Forzando un poco la interpretación, no resulta tan descabellado aventurar la idea de que este joven es el símbolo de Mazatlán: despojado en su niñez, junto con su familia, de su hogar privilegiado cerca del mar, tiene que asentarse en los suburbios para dejar paso a los establecimientos de los ricos: su historia es la historia reciente de ciertas zonas de la ciudad, convertidas ahora en lujosos hoteles, campos de golf, clubes de yates…
Sin embargo, pensándolo mejor y uniendo los cabos sueltos de la narración, se podría identificar en Patasaladas una historia que bien sirve de hilo conductor: los periplos ordinarios de un adolescente que constantemente funge como narrador, un humilde joven apasionado por la playa, las albercas, las turistas extranjeras y la pesca. Testigo y actor un tanto pasivo de una realidad que gira en torno a la costa mazatleca, este personaje se ve envuelto por el influjo de un ambiente complejo donde convergen intereses y figuras de diversa índole: trabajadores, pandilleros, pescadores, taxistas, empresarios. Forzando un poco la interpretación, no resulta tan descabellado aventurar la idea de que este joven es el símbolo de Mazatlán: despojado en su niñez, junto con su familia, de su hogar privilegiado cerca del mar, tiene que asentarse en los suburbios para dejar paso a los establecimientos de los ricos: su historia es la historia reciente de ciertas zonas de la ciudad, convertidas ahora en lujosos hoteles, campos de golf, clubes de yates…
Se
me ocurre pensar que si existe una larga tradición de literatura marítima
(Melville, Conrad, Hemingway…), hay, por el contrario, una pequeña o casi nula
literatura playera. En este sentido, Patasaladas
merece un lugar de honor dentro de esta hipotética tradición. Pocos libros
huelen tanto a brisa, arena y bloqueadores solares con aroma de coco como el de
Esmerio, quien a cada momento demuestra su conocimiento diríase enciclopédico
en materia de trajes de baño, moluscos comestibles, mareas, peces, aves,
albercas, turistas, buceo… Leer esta novela como un manual de uso playero…
Pero no sólo eso: Patasaladas es, ante todo, un festín
lingüístico. Yo no he leído los dos libros de poesía de Esmerio (Mantarraya e Islas de mar y río), pero al sumergirme en las páginas de su novela
me di cuenta de que estaba frente a un prosista que viene de la lírica. A cada
momento, mezcladas con indiferencia entre la narración, uno encuentra imágenes
deslumbrantes y descripciones estupendas. Abro el libro y copio dos, que
encuentro al azar: un buzo ve un pulpo y el narrador dice: “La bestezuela
extendía, opulenta, sus tentáculos en la piedra como un sultán su abultado
cuerpo sobre la alfombra” (p. 20); unos pescadores tiran sus cuerdas al mar y
quedan, según Esmerio, “umbilicados al agua por ese tramo de piola que bien
podría servir para atar la eternidad” (p. 43). No cito más porque esas frases son
multitud como los caracoles marinos que tapizan las rocas de la costa que en el
libro se describen.
Por
todo lo anterior, me extraña que la obra de Juan Esmerio no sea muy conocida
fuera de la región noroeste del país. Es cierto que no se trata de literatura
complaciente ni comercial –en ocasiones su prosa, de tintes barrocos, se torna
compleja por el lenguaje exuberante, los enormes paréntesis, las digresiones de
más de dos páginas–, pero por eso mismo debería tener un lugar más visible
dentro del canon mexicano, al lado de escritores como Daniel Sada, con quien,
por cierto, comparte varios rasgos estilísticos.
***
Para quienes no lo sepan, es hora de
anunciarlo: mi más ambicioso proyecto literario consiste en la escritura de un
libro de ensayos que aborden el tema del drenaje y las aguas negras desde una
perspectiva histórica, literaria y artística. Ya tengo un par de textos redactados
y considero que mi investigación se encuentra bastante avanzada. Sin embargo,
desde que tuve la idea del proyecto, no he dejado de buscar en mi interior una
explicación que justifique el interés quizá mórbido que tengo por los albañales
y la suciedad. Hoy, después de redactar estos apuntes mazatlecos, descubro que
un antecedente importante se encuentra en uno de mis pasatiempos favoritos de
la niñez:
Recuerdo que mi hermano y
yo, acompañados de otros niños, bajábamos del cerro donde vivíamos en el
Callejón del Sapo y nos dirigíamos al mar. La Playa de los Pinitos era la más
cercana pero ahí casi no había olas, por lo cual nos aburría ese pedazo de agua
que parecía alberca. En la Playa Norte definitivamente no podíamos nadar porque
estaba llena de lanchas de pescadores. Por eso caminábamos por el malecón hacia
el norte y elegíamos la playa que está bajo el monumento llamado Los Monos
Bichis. Ese tramo de playa, justo donde comienza la bahía más grande de la
ciudad, es conocido por los lugareños con el bucólico nombre de El Cagadazo,
porque en décadas anteriores ahí desembocaba una enorme tubería del drenaje.
Recuerdo con nostalgia esas alegres tardes en El Cagadazo, nadando y
preguntándome a dónde iba ahora toda el agua contaminada de Mazatlán. Y es que
en el puerto, como en todas las ciudades del mundo, el problema de las aguas
negras ha sido un verdadero dolor de cabeza para sus habitantes.
En Grandeza mazatleca, ese accesible libro de historia escrito por
Mario Martini que curiosamente se vendía en las farmacias de Mazatlán, se lee
que en el siglo XIX, a partir de que el puerto fue abierto para la navegación
internacional y el contrabando de metales preciosos se convirtió en una
actividad floreciente, la ciudad comenzó a crecer con exceso y,
consecuentemente, se padecieron numerosos problemas urbanos:
Era de esperarse –dice Martini– que aquel impresionante auge de la economía regional prohijara el crecimiento anárquico, descuidado y geométrico de una población a la que cada día le resultaba más costoso y difícil instalar servicios públicos elementales: había que traer el agua desde el río Presidio; construir un complejo sistema de drenaje para bombear hacia el océano los ríos de aguas negras que corrían sobre las calles; y ganar terrenos al mar, lagunas, esteros y marismas para construir viviendas, muelles y casas comerciales.
Me impresiona la frase “bombear hacia el
océano los ríos de aguas negras que corrían sobre las calles”. Pero la
pesadilla pestilente apenas comenzaba. Apunta Martini:
En medio de esa anarquía, el 4 de mayo de 1890 se echó a volar el sueño de la gran ciudad: llegó al puerto el agua entubada, una maravilla técnica que eclipsó el asunto del drenaje. Embriagados por una obra de tal envergadura, los constructores pasaron por alto que al aumentar el consumo de agua se incrementaría directa y proporcionalmente el volumen de aguas negras.
La bahía |
Ese
siglo y todavía parte del XX estuvieron marcados por las llagas de los azotes
epidemiológicos. La insalubridad de las omnipresentes heces, radicalizada por las
altas temperaturas del ambiente, atrajo al cólera
morbus, la tifoidea, el paludismo, los múltiples trastornos intestinales y
la fiebre amarilla, que cuenta entre sus víctimas más famosas a la célebre
cantante de ópera Ángela Peralta, quien antes de fallecer en Mazatlán (1883) había
conquistado los más reputados escenarios europeos. Sea como sea, más de un
siglo ha pasado y el problema del drenaje continua. ¿A dónde si no es al mar
desemboca la podredumbre mazatleca, enfermando a los peces y a los bañistas? Los
únicos que cambian son los métodos de expulsión: ahora se utilizan grandes
ductos subterráneos que terminan lejos de la vista de los turistas y de las
playas más concurridas.
Mi fotografía favorita entre las que se pueden ver en
el libro de Martini es la que, en blanco y negro, muestra, en Olas Altas, a dos
hombres con sombreros que cargan entre ambos un pesado barril que llevan hacia
la playa. El pie de foto dice: “Al incrementarse el consumo de agua potable se
duplicaron las descargas de aguas negras. A falta de drenaje, los mayates siguieron arrojando el
excremento al mar”.
La historia es la de siempre: ensuciamos lo que más
amamos, esa imponente y sublime masa acuática creadora de los más sorprendentes
leviatanes acerca de la cual José Gorostiza dijo:
A veces me dan ganas de llorar,
pero las suple el mar.