Ufología
Uno de los pasajes más extraños de este
libro es el titulado “¿Alucinación?”, donde Vasconcelos narra el avistamiento
de unos objetos voladores no identificados sobre el cielo de Piedras Negras,
Coahuila, a finales del siglo XIX: “los discos giraban, se hacían esferas de
luz; se levantaban de la llanura y subían, se acercaban casi hasta el barandal
en que nos apoyábamos”, dice el autor y evita, por prudencia, sacar una
conclusión del fenómeno probablemente extraterrestre que vio de niño junto con
su familia. ¿Qué se sabía acerca de la ufología en México en esos años? ¿Habrá
alguna conexión entre este episodio y las peregrinas ideas expuestas en La raza
cósmica?
El trabajo contra el espíritu
La mayor ambición de Vasconcelos fue
convertirse en un gran filósofo. No lo logró porque sus especulaciones eran
francamente abstrusas. Además, durante su juventud el trabajo que desempeñaba
como abogado devoró gran parte de su tiempo: “Tener en la cabeza la ambición de
escribir un ensayo sobre la manera como la voluntad de Schopenhauer se
transforma en goce estético, y en las manos una pluma que copia cláusulas de
una compraventa de inmuebles, constituye un suplicio tan refinado como
agotador”. Conforme su experiencia laboral le granjeó empleos mejor pagados, se
decía a sí mismo: “Vengan cinco años de tarea intensa, bien remunerada, y en
seguida me retiro de los negocios para estudiar, para vivir”. Hacia 1910, con
un despacho propio funcionando, comenzó a ganar mucho dinero, pero se quejaba
con amargura de la imposibilidad de dedicarse a la meditación: “Poseía ahora
muchos libros lujosamente empastados; pero se quedaban de adorno de la
biblioteca, pues no tenía tiempo de hojearlos”. En esos años su situación
económica fue inmejorable y muy probablemente se encontró a unos cuantos pasos
de juntar el capital suficiente para retirarse a filosofar, sin embargo, los
sucesos turbulentos del país, la campaña maderista, la organización del nuevo
gobierno y finalmente el desastre propiciado por la Decena Trágica lo alejaron
temporalmente de la filosofía y lo empujaron a la rebelión armada. Así fue como
los escritos vasconcelianos tuvieron que esperar. La cervantina lucha entre las
armas y las letras.
Vasconcelos con libros |
Qué hacer en caso de ser secuestrado por los apaches
En la actualidad hay dos pueblos que se
llaman Sásabe. Uno en Sonora y otro en Arizona. Cuenta Vasconcelos que debido a
que su padre trabajaba en el servicio de aduanas del gobierno porfirista,
tuvieron que vivir, cuando él era muy pequeño, en el Sásabe original, diminuto
enclave fronterizo perdido en el desierto de Sonora. Como en un filme western,
el lugar era a menudo expoliado por los apaches, que después de consumar sus
asaltos “mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los
estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra;
los adiestraban y utilizaban como combatientes”. Por fortuna para la amenazada
familia de Vasconcelos pero en perjuicio de la soberanía territorial mexicana,
un día llegó al remoto poblado un grupo de soldados norteamericanos. Tenían
instrucciones de desalojar a los mexicanos porque afirmaban que el Sásabe
estaba en territorio gringo, lo cual evidentemente no era cierto. Por
telégrafo, lo sasabeños se comunicaron a la ciudad de México para pedir auxilio
y poder defenderse del despojo, pero la respuesta de las autoridades fue que
tomaran sus cosas y que se fueran de ahí porque no podían hacer nada al
respecto. Desde entonces hay dos Sásabes; el que se encuentra en Sonora es el
nuevo, a donde llegaron los desplazados mexicanos. La familia de Vasconcelos
tuvo que mudarse a Ciudad Juárez, un sitio a salvo de los ataques apaches y de
las invasiones yanquis. De su fugaz época sasabeña el futuro Maestro de América
recordó por siempre las escalofriantes advertencias de su madre: “Si llegan a
venir [los apaches], no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te
vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un
día podrás liberarte”.
En la advertencia al lector que se encuentra al comienzo del libro
(a propósito del criollismo vasconceliano)
“El calificativo criollo lo elegí –dice
Vasconcelos– como símbolo del ideal vencido en nuestra patria […] El
criollismo, o sea la cultura de tipo hispánico, en el fervor de su pelea
desigual contra un indigenismo falsificado y un sajonismo que se disfraza con
el colorete de la civilización más deficiente que conoce la historia; tales son
los elementos que han librado combate en el alma de este Ulises criollo, lo
mismo que en la de cada uno de sus compatriotas”. Vasconcelos creía que la
verdadera y única civilización que valía la pena en México e Iberoamérica era
la que se heredó de los españoles. Tanto la realidad indígena como la influencia
norteamericana le parecían perniciosas (véase el relato del Sásabe, donde tanto
los apaches como los yanquis atacan a los criollos). Estar al tanto de esa
concepción es fundamental para entender las posturas políticas e ideológicas
que el Maestro sostuvo y radicalizó a lo largo de su vida llegando a incurrir,
en sus últimos años, en excesos de discriminación racial y flirteos con la
dictadura franquista de España.
Onanismo de pubertad
Cuando Vasconcelos terminó la primaria, su
familia decidió mudarse de Piedras Negras a una ciudad donde hubiera una mejor
escuela para José, que pasaba a la secundaria. El destino fue Campeche, donde
también había una aduana para que trabajara el padre. Ahí el despertar
hormonal, quizá agudizado por el calor extremo y el ambiente tropical, se
manifestó en las autoexploraciones naturales que, debido a la educación
extremadamente católica que su madre le inculcaba, no tardaron en causar culpas
al adolescente Vasconcelos. Para expiar sus pecados onanistas, optó por la penitencia
corporal: “cuando en las noches me despertaba un deseo violento, me pinchaba
las carnes con un alfiler que previamente ocultaba en la hamaca y combatía
desesperadamente las imágenes de la tentación”. Pero el deseo y la carne
siempre son más fuertes: “Otras veces, por supuesto, me vencía la naturaleza y
me daba a ella con cinismo desconsolado”. Este episodio es significativo porque
anuncia lo que fue una constante en el resto de la biografía vasconceliana: la
decisión culposa pero firme de no privarse nunca del placer sexual, el impulso
que cae continuamente en la salacidad aunque para ello tenga que cebarse, como
después se verá, en el consumo de la prostitución.
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Vasconcelos adolescente |
La temprana certidumbre de grandeza
Leo este libro y no puedo evitar el
pensamiento de que para mí la vida siempre ha sido confusa. El futuro se me
presenta como una boca oscura e incierta. Nunca he podido ostentar una voluntad
acerada y jamás enorgullecí a mis padres con comentarios de vocaciones agraces.
Mi caso es opuesto al de Vasconcelos, que en Ulises criollo afirma haber tenido
desde siempre una conciencia clara del destino de grandeza que estaba llamado a
cumplir aun a pesar de las asechanzas del entorno. Lo suyo era un jansenismo
sui generis: se consideraba predestinado, por efecto de una gracia
trascendental y no siempre de filiación católica, a luchar por la consecución
de fines excelsos. Para él, la vida era un enigma sólo en el sentido de que le
proporcionaba los detalles circunstanciales en que su sino inalterablemente preclaro
se desarrollaría: “del porvenir yo poseía ya algunas certidumbres… La vida mía
no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativas magníficas se agitaban
en mis presentimientos…”, dice el niño José cuando tenía diez años o menos. A
esa edad le resultaba indiferente convertirse en mártir, santo, presidente,
militar, filósofo o profeta; lo único que le importaba era la magnificencia, la
dignidad mayestática con enfrentaría sus circunstancias. Y a la larga tuvo
razón: nadie que se acerque a conocer su vida –no sólo su autobiografía íntima
ni sus escritos, sino también los datos históricos de sus acciones políticas y
educativas que ejercieron una influencia determinante en la vida nacional–
negará la grandeza de este hombre a quien, según Jorge Cuesta, “tiene que
calificarse de extraordinario”.
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La mirada de Vasconcelos |
Las prostitutas I
Vasconcelos conoció la prostitución en su
vida de estudiante preparatoriano, en la ciudad de México, después de la muerte
de su madre, cuando por tristeza y desconsuelo se apartó del dogma católico y
su proscripción de la lujuria. En esa época estudiantil combinaba el estudio,
el alcohol, la compañía de los condiscípulos y lo que él llamaba “el amor
callejero” o los “pequeños excesos sexuales mercenarios”, que practicaba, según
sus palabras, “hasta el límite de mis recursos monetarios”. En esos tiempos su
economía era la siguiente: “Por dieciocho pesos, de los treinta de mi pensión,
aseguré alimentos y una alcoba grande con balcón a la calle, compartida con dos
camaradas, desconocidos. Con los doce pesos restantes había para baños y
barbería, toros y aventuras”. Obviamente, su presupuesto y el de sus amigos
alcanzaba sólo para prostitutas baratas, quizá feas o viejas: “la sed de mujer,
y mujer hermosa, se aplazaba constantemente. Y nuestro amor, entretanto, se
envilecía en los rápidos, nauseabundos encuentros callejeros que entristecen y
debilitan”. Cuando por fin consiguió su primer empleo como amanuense en el
despacho de un tal Jesús Uriarte, pudo acceder, gracias al frugal sueldo que
recibía, a mejores lupanares: “Con qué fruición apañaba los billetitos de cinco
pesos, sésamo de los paraísos mahometanos del barrio del Salto del Agua y
Regina. Patio de ladrillos flamantes y plantas, luces eléctricas, trinos de
voces alegres. En el salón alfombrado, multiplicándose en los espejos del muro,
danzan al son de un piano veinte o treinta mujeres desenvueltas, morenas o
rubias, gordas, delgadas, todas limpias, bien olientes, acogedoras, fogosas.
Bastaba franquear el umbral, y sin siquiera quitarse el sombrero, con sólo
extender los brazos, caía en ellos un tesoro palpitante y elástico […] Y luego,
nada de compromisos, nada de promesas, nada de celos. Únicamente amistad y
regocijo”. Como a partir de ese momento a Vasconcelos no le faltó trabajo ni
dinero, pudo dedicarse a visitar sin escrúpulos monetarios la mayor cantidad de
prostíbulos que pudo, desde los neoyorquinos hasta los habaneros.
La escritura
Desde su más tierna infancia, Vasconcelos,
impulsado por su madre, fue un lector precoz. Sin embargo, la escritura siempre
se le dificultó. Cuando con su familia se trasladó de Piedras Negras hacia
Campeche, el viaje en tren le fascinó tanto al pequeño José, que en ese momento
quiso, sin conseguirlo, escribir sus impresiones: “me estorbaban los adjetivos
–confiesa–. El caso es que mi ensayo me dejaba triste. No correspondía al
intenso vivir”. Ese desencanto de la escritura se repitió muchas veces en su
vida. En la universidad, las veleidades filosóficas lo empujaban a plasmar en
textos sus especulaciones, pero de nuevo se sentía imposibilitado: “Ensayaba
escribir; pero apenas traducía mi pensamiento en signos, las ideas perdían toda
su profundidad; lo escrito me desencantaba, me irritaba como una traición a mi
esencia singularmente valiosa”. Cuando formó parte del legendario Ateneo de la
Juventud, su dificultad para redactar se hizo más evidente debido a la
comparación inevitable con el talento literario de Alfonso Reyes, Pedro
Henríquez Ureña y Antonio Caso. A partir de ese momento, Vasconcelos comenzó
una extraña y despechada militancia en contra de la escritura estilizada: “me
era antipático que el gran pensamiento tuviese que estar atento a reglas de
prosodia. Lo que para mí era el pensamiento no me llegaba por imagen ni por
fórmulas, sino por ondas y melodías”. Esa desproporcionada ambición
intelectual, aunada a su desprecio por el estilo literario (“la literatura
siempre degrada sus modelos”, decía), fue la responsable de que sus textos
filosóficos resultaran infumables, “casi ilegibles”, en opinión de Jorge
Cuesta. Al respecto, en su ensayo “Nuestro Ulises” Sergio Pitol da noticia de
una carta que Alfonso Reyes, con tono amigable, le escribió a Vasconcelos en
1921: “Debo hacerte dos advertencias que mi experiencia de lector me dicta –le
decía Reyes–: primera, procura ser más claro en la definición de tus ideas filosóficas
[…] Ponte por encima de ti mismo: léete objetivamente, no te dejes arrastrar ni
envolver por el curso de tus sentimientos […] segunda, pon en orden sucesivo
tus ideas […] Hay párrafos tuyos que son confusos a fuerza de tratar cosas
totalmente distintas, y que ni siquiera parecen estar escritos en serio. Uno es
el orden vital de las ideas, el orden en que ellas se engendran en cada mente
(y ése sólo le interesa al psicólogo para sus experiencias), y otro el orden
literario de las ideas: el que debe usarse, como un lenguaje o común
denominador, cuando lo que queremos es comunicarlas a los demás”. Comenta Pitol
que a raíz de esa carta, la correspondencia entre Reyes y Vasconcelos se enfrió
“hasta reducirse por muchos años a un intercambio de tarjetas formalmente
amistosas”. Y es que el Maestro de América, con la soberbia que lo
caracterizaba (“antes que la lujuria conocí la soberbia”, confesaba), nunca
aceptó las críticas que sus escritos filosóficos despertaban. Se regodeaba en
su redacción confusa, abstrusa.
Por
todo lo anterior, sorprende lo perfectamente bien redactado que está Ulises
criollo, modelo de escritura atemperada y enérgica al mismo tiempo. Su prosa
diáfana y vigorosa contradice los tropiezos mencionados. En sus páginas la
claridad expositiva se mezcla armoniosamente con la belleza sensual y diríase
dionisiaca de muchos fragmentos. Ya lo dijo Pitol: “Vasconcelos, en sus mejores
momentos, es un escritor de los sentidos. Su voluptuosidad penetra el
lenguaje”. El lector puede reconocer los episodios que fueron más
significativos en la vida del autor (la muerte de su madre, la visita a la
ciudad de Oaxaca, donde a cada paso reconocía las huellas de sus antepasados,
el amor desbordado que sintió por Adriana, el asesinato brutal de Francisco y
Gustavo Madero…) porque consecuentemente despliegan una mayor energía verbal
que el resto del texto. En este sentido, lo que más llama la atención de esta
obra es la capacidad de comunicar estados de ánimo mediante una prosa serena.
Hay fragmentos que erizan la piel, provocan el llanto, subliman por la belleza
de los paisajes descritos y dejan un resabio de bilis cuando Vasconcelos narra
sucesos amargos. Aquí la nota dominante es la emoción, pero una emoción que por
primera vez supo poner en orden el autor, a diferencia de sus trabucados
escritos filosóficos. Quizá en eso radica la grandeza del libro: sólo en sus
páginas el corazón magnánimo y complejo de Vasconcelos se mostró legible, lo
cual en sí es un verdadero milagro literario.
Las prostitutas II
Quizá el libro de memorias sexuales más
explícito y sabroso de la literatura mexicana del siglo XX sea La estatua de
sal, de Salvador Novo, sin embargo, Ulises criollo no se queda muy atrás. Ahí
Vasconcelos se muestra firmemente empeñado en hacer el recuento de los coitos
que tuvo desde que comenzó su vida sexual hasta 1912. En dicho recuento
sobresalen las experiencias con prostitutas. A continuación describo algunas
que lector puede hallar en las páginas de este libro:
Después de trabajar como amanuense en el
despacho de Jesús Uriarte, donde ganaba el dinero suficiente para poder
franquear las puertas de “los paraísos mahometanos del barrio del Salto del
Agua y Regina” de la ciudad de México, Vasconcelos consiguió un mejor empleo en
Durango. Antes de marcharse, decidió despedirse de la capital cumpliendo unos
antojos largamente aplazados que “consistían en una rubia fastuosa llamada
Estrella y una mazatleca elástica y morena llamada Laura, ambas famosas en
ciertos centros…”. Ya en Durango, se metió con alguna de las prostitutas que
llegaban de Torreón, ciudad en la que “el auge algodonero fomentaba un derroche
imbécil y fácil de explotar por el profesionalismo galante”. Tiempo después,
cuando durante la campaña antirreeleccionista Francisco I. Madero cayó preso en
San Luis Potosí y varios conjurados maderistas fueron perseguidos por las
autoridades federales, Vasconcelos tuvo que huir del país. Su destino fue Nueva
York, donde en Broadway tuvo varios encuentros sexuales. El primero fue con una
mujer que tras de decirle que era húngara, “sólo habló para cobrar”. De regreso
a México tomó un barco que hizo escala en la Habana. Ahí pasó “la tarde y parte
de la noche” en un barrio galante donde disfrutó de una bella mujer de “sólidos
senos, cintura flexible, labios deliciosos y una voz de acento antillano que
mete por los oídos su música fresca”. Cuenta Vasconcelos que después de salir
del barrio rojo de la Habana, las ganas se apoderaron otra vez de él y, pese a
su dinero ya mermado, regresó a buscar a la misma prostituta, con quien
“terminó la noche en delirio”. Para ese entonces el futuro Maestro de América
ya estaba casado y tenía un hijo, pero su matrimonio jamás detuvo la constante
búsqueda de mujeres. Fue el flechazo cautivador que Adriana, su amante adúltera
y gran amor, le clavó en el corazón el que desvaneció, al menos temporalmente,
la necesidad de visitar prostitutas.
La tentación de Cronos
Vasconcelos se casó sin estar enamorado,
por inercia y arrastrado por fuerzas minúsculas y estúpidas. En el fondo, detestaba
ese compromiso, pero no opuso resistencia y llegó al altar: “Quizá era toda mi
vocación la que traicionaba, contrayendo compromisos incompatibles con mi
verdadera naturaleza de eremita y combatiente. Sin duda, de aquella
contradicción deriva la mitad del fracaso de toda mi carrera posterior”,
escribió con acritud. Y es que desde recién casado su esposa lo irritaba:
“pequeñas rivalidades, oposiciones y diferencias de criterio y de gusto iban
amargando la vida en común”. Sin embargo, nunca se divorció y, por el
contrario, tuvo hijos. Cosa extrañísima es el relato del nacimiento de su
primogénito. Mientras su esposa paría en un cuarto contiguo de su casa,
Vasconcelos sintió, por inexplicable que parezca, unos impulsos irrefrenables
de escribir un artículo sobre Amalia Molina, cantadora andaluza que por esas
fechas se presentaba en los escenarios mexicanos: “no sé qué extraña emoción
ligaba dentro de mí la aparición de una nueva vida con las saetas de Molina en
honor a la Macarena. Lo cierto es que al escribir aquel ditirambo me aliviaba
del drama que acababa de ocurrir”. Pero lo verdaderamente raro y perturbador
del episodio no es eso sino la idea homicida que cruzó, como un relámpago
diabólico, por la mente del Maestro: “mientras escuchaba los lamentos de la
pavorosa crisis fisiológica, un demonio me habló en lo íntimo: ´Pudiera
depender de tu voluntad –me decía–; basta con que lo pienses; piénsalo y
decide: están pendientes del hilo de la fortuna dos vidas; si piensas
aniquilarlas serás libre y evitarás que uno de tu sangre vuelva a padecer la
prueba; ahora bien: si no te atreves, deja de pensar o pide que vivan y todo
resultará normal…´ Alucinado, permanecí perplejo igual que si rechazase una
tentación”. Hoy me pregunto qué habría pasado si Vasconcelos hubiera hecho caso
al impulso demente de asesinar a su hijo recién nacido y a su esposa. Quizá
hubiera sido atrapado, juzgado y encarcelado, por lo cual su participación en
la Revolución y su desempeño ejemplar y glorioso como secretario de educación
pública no habrían ocurrido. Tampoco hubiera escrito Ulises criollo. Tal vez,
lo cual es una posibilidad fascinante, hubiera redactado otro libro: las
confesiones de un asesino atormentado, genial y oscuro. Quizá en la cárcel
hubiera podido realizar por fin su “verdadera naturaleza de eremita”. Quizá la
UNAM, tal como la conocemos, no existiría, habría menos bibliotecas y, por
consiguiente, este país sería peor de lo que ya es.
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Hector Vasconcelos, hijo del Maestro: evidentemente no es el primogénito, |
Quetzalcóatl sacrificado
Para Vasconcelos, Francisco I. Madero
encarnaba la civilización, el futuro y el civismo. Todo lo contrario al
anquilosado régimen porfirista y a la barbarie de los posteriores caudillos
revolucionarios. A menudo decía, como metáfora, que Madero era el Quetzalcóatl
(dios salvador, mesías luminoso) que había venido a destronar a Huitzilopochtli
(dios de la guerra, sustrato azteca que amenazaba con anegar de sangre la
realidad política mexicana). Todos los pasajes de Ulises criollo donde se habla
del llamado Apóstol de la democracia son hiperbólicos, demasiado sentimentales,
casi hagiográficos (“no acabaría de contar las pruebas de grandeza moral que
don Francisco nos daba”, dice Vasconcelos). Tanto se esforzó en hacer patente
la cualidad excepcional y benévola de Madero, que en ocasiones uno tiene la
impresión de que ese personaje era más bien ingenuo. Llaman la atención las
numerosas intrigas y traiciones que se gestaban en el seno del gabinete
presidencial sin que don Francisco fuera capaz de impedirlas. Torvos individuos
fraguaban su asesinato delante de él sin encontrar impedimentos a sus
fechorías. Madero perdonaba y dejaba libres a los que intentaban aniquilarlo.
Sea como haya sido en realidad (Ulises criollo no es un libro de historia sino
una autobiografía novelada), el relato vasconceliano da, por el ahínco con que
desea mostrar una imagen impoluta de Madero, la impresión de que se trataba de
un Quetzalcóatl petrificado en el templo de su pureza, cegado por su propia
aura luminosa mientras a unos cuantos metros de él los esbirros de
Huitzilopochtli destruían a la nación y preparaban el cadalso de su sacrificio.
Quetzalcóatl |
El principio del fin
Ulises criollo culmina con el asesinato de
Madero. El libro es la primera parte de las Memorias de Vasconcelos. En los siguientes
tomos autobiográficos, el Maestro de América, motivado por su fracaso como
candidato presidencial en 1929, se dedica a denunciar la podredumbre de la
política mexicana. Lanza dicterios a diestra y siniestra. Estaba convencido de
que los gobiernos posrevolucionarios encabezados por Plutarco Elías Calles
(cabeza del posterior sistema priista) traicionaron sin excepción los ideales
de Madero. Para él, México se había convertido en una nación insalvable,
plagada de asesinos y corruptos. Si viera lo que sucede en la actualidad
(estudiantes desaparecidos, periodistas asesinados, infames reformas
educativas…), no podría sino confirmar su diagnóstico de que el dios
Huitzilopochtli, después de haber inmolado a Quetzalcóatl, reinaría sin
interrupción sobre este territorio de ruinas.