Uriele
Copano,
Cuadernillo de las Cosas difíciles de explicar:
Notas para críticos, artistas y peluqueros,
Traducción
y prólogo de Erick Félix,
Madrid,
Turner, Colección Noema de Ensayo, 2013, 450 pp.
Compré este libro porque la
contraportada me pareció digna de un texto de ficción. En ella se lee que el
autor, Uriele Copano (Nueva York, 1932- Londres, 2013), además de haber sido amante
de Andy Warhol, desarrolló una manera de hacer crítica de arte basada en el
estudio del look de los artistas y
propuso una forma de creación según la cual cada artífice debe modelar su
aspecto personal, peinado y estilo de vestir conforme a las características de
su obra y de sus convicciones estéticas. Parado frente a la mesa de novedades,
me sorprendió la coincidencia de lo que acababa de leer con algunas inquietudes
personales sobre la relación entre mi propia apariencia física y mi oficio de
escritor. Se trata de algo que yo había pensado antes pero que nunca me atreví
a externar por considerarlo superficial: ¿cómo debe lucir un autor?, ¿su imagen
dice algo de su obra?, ¿en dónde acaba la labor artística y comienza la vida
personal de quien la ejerce? Enterarme de que alguien se preocupaba por esclarecer
esas cuestiones, fue razón suficiente para convencerme de que no era un
despilfarro pagar los quinientos pesos que cuesta el libro.
Conforme me adentré en las páginas,
descubrí que, por su excentricidad, el volumen bien vale su elevado costo. Confieso,
sin embargo, que no pude leerlo sin desconfianza; por momentos me deslumbraban
sus atrevidos descubrimientos, pero otras veces me parecía estar frente a un
juego interpretativo ciertamente descabellado. Me dejó pasmado, por ejemplo, la
ligereza con la que el autor arranca una disertación literaria de varias
páginas a propósito del retrato que el pintor John Taylor hizo de Shakespeare,
pues liga la innovación y trascendencia del canónico dramaturgo a la
disposición de su pelo facial: “La Tragedia, barbada en Esquilo y Eurípides, se
afinó en Shakespeare, y con la moderación de la piocha isabelina se agudizó la
noción de destino…” (p. 52). Me quedé azorado, aunque me sorprendí más cuando a
continuación leí la aseveración de que la arracada que el comediógrafo lucía en
su oreja izquierda jugó un papel importantísimo en la composición de El mercader de Venecia.
En todos los capítulos se pueden
leer cosas semejantes aplicadas a una amplia gama de las artes (algo
interesante del libro es que, con su propuesta crítica, Copano aborda a artistas
de todas las disciplinas y épocas), por ejemplo, el análisis de la obra y
persona del cineasta Jim Jarmusch: “Tiene razón Jarmusch cuando dice que la
semejanza física que él y el músico Tom Waits comparten con el actor Lee Marvin
ha determinado la estética de su respectivas carreras, y no es mérito menor
señalar que hay algo absolutamente intencional que conecta a la estilizada
cabellera blanca del director estadounidense con ese aire de antigüedad moderna
que se disfruta en sus filmes” (p.375).
Jim Jarmusch |
Desconcertante manera de aventurar
juicios. Sin embargo, ahora pienso que así deberían ser todos los libros de
crítica: polémicos, atrevidos, chocantes. ¿De qué sirve leer un tratado con el
que comulguemos en todo, que no sacuda nuestras creencias y que sólo perpetúe las
enmohecidas certezas que cubren las paredes de nuestros cráneos? La
extravagancia de pensamiento es quizá lo único que justifica, a estas alturas,
que alguien se atreva a desarrollar una idea. Extravagancia que, en el caso de
Uriele, no demerita su inteligencia ni vocación crítica, aunque sus detractores
se esfuercen (como puede leerse en los más recientes números de las revistas Letras Libres y Nexos) en convencer al público de que el sistema propuesto por
Copano es pueril e infundado, cuando en realidad esos epítetos les corresponden
a ellos y a sus prácticas anquilosadas.
Digo esto y pienso que es una pena
verme en la necesidad de señalar la ignorancia que cunde en los rancios y
herméticos cónclaves de la crítica mexicana, de donde han salido numerosos anatemas
contra el Cuadernillo. En primer
lugar me parece que olvidaron esta famosa definición que acuñó José Luis
Martinez, uno de sus penates: “La
crítica literaria, artística, histórica, filosófica o científica es, en
general, una función del espíritu por la que éste se enfrenta con diferentes
propósitos, alcances y rigor, a los productos culturales. A su vez puede elegir
entre una amplia gama de formas […]”. Definición que evidentemente el trabajo
de Copano refleja sin mácula. En segundo lugar y en aras de una malentendida
objetividad, los detractores se parapetan detrás del acto de fe que dicta que,
para estudiar un objeto artístico, es necesario hacer caso omiso del contexto
que lo rodea, cuanto más si se trata del look
del artista que lo realizó. No saben que ya en el siglo XVII La Rochefoucauld
dijo que “no hay menos elocuencia en el tono de la voz, en los ojos y en el
aspecto de la persona, que en la elección de las palabras”.
Por su parte, algunos creadores
–sobre todo del gremio literario, donde suele separarse con ahínco la esfera
del texto de la vida personal del autor– ya rechazaron la propuesta de Copano
porque, según ellos, contamina y distrae la atención de la pureza de las obras
y de su singularidad estética. Parecen ignorar que esa propuesta no anda tan descarriada
como parece, pues hace eco de las viejas palabras que Óscar Wilde dejó
inmortalizadas a propósito de que, para los verdaderos artistas, es necesario
poner el talento en las obras pero el genio en las vidas, entendiendo por vida
tanto lo moral como lo concerniente a la apariencia física.
Wilde |
Sin embargo, no se trata de defender
a cualquier costo la obra de Copano. Es obvio que sus argumentos despiertan
varios reparos, pero los encuentro en un punto específico y diferente. Como un
gran defecto, me parece que esta obra adolece de una incómoda ambigüedad que es
consecuencia de su falta de orientación ideológica. Me explico:
El pensamiento del autor se inserta
en el proyecto de las vanguardias artísticas, cuya principal ambición es borrar
la separación entre vida y arte: no sólo lo que pasa en las librerías y en las
salas de los museos es artístico, sino que lo estético puede y debe
manifestarse, además de en otros ámbitos, en el aspecto de las personas. El
lado vanguardista de Copano denuncia que, para el sistema opresor, no hay mejor
manera de castrar al arte que aprisionarlo en una torre de marfil desde la que no
podría colarse a los espacios ordinarios (peluquerías, tiendas de ropa,
reuniones sociales…) donde resultaría peligroso para el orden establecido.
Por una parte, lo anterior me
parece un acierto, pero por otra, es muy fácil que esa postura se traicione a
sí misma por su flirteo con el mercado y la moda, principales enemigos del arte
en nuestros días. Después de leer las numerosas opiniones que el autor aventura
sobre lo bueno que sería que los creadores contemporáneos lucieran rostros y peinados
más glamorosos (a la manera de Orlan, la artista francesa que ha hecho de las cirugías
plásticas su método artístico y que para Copano es el epítome de la estética
futura), la principal objeción que encuentro es que, para superar la supuesta
recesión estética que Uriele denuncia a cada momento, lo que menos se necesita
es, por medio de una disciplina crítica, consumar las bodas entre lo artístico
y la frivolidad de los maniquíes, entre lo subversivo inherente al arte y la
enajenación propia de la sociedad del espectáculo que, como todos sabemos,
tiene en la difusión del glamour y de
las celebridades que lo ostentan un perfecto aparato de coerción social que
condena a los espectadores a una jerarquía en la cual se encuentran siempre por
debajo de los productos e imágenes que consumen, en calidad de súbditos que
emulan con sus vestimentas y peinados a sus propios explotadores.
Orlan |
Y es que en ningún momento Uriele oculta
su fascinación por el satín y las pasarelas. Lo interesante desde el punto de
vista argumentativo es que para justificarla recurre a las ideas de Charles
Baudelaire, sobre todo al análisis del ensayo El pintor de la vida moderna, que cita al principio del capítulo
dos: “la idea que el hombre se hace de la belleza queda marcada en toda su
indumentaria, arrugando o estirando la ropa, redondeando o alineando el gesto,
e incluso invadiendo, a la larga, los rasgos del rostro”. Indudable. Sin
embargo, es obvio que las cosas en la segunda mitad del siglo XIX eran
diferentes que hoy. La manera como el autor echa mano de su argumento de
autoridad es bastante acrítica: si Baudelaire se afanaba solitariamente en
defender a la moda como manifestación estética, en la actualidad todo indica
que es necesario hacer lo contrario; en la contemporánea relación entre la moda
y el arte, nadie (excepto Copano, al parecer) duda quién se ha puesto al
servicio de quién. Basta con mirar cómo mueren en la actualidad las vanguardias
artísticas: convertidas en souvenirs,
en peinados de pronto multitudinarios, en actitudes envasadas que al volverse
mercancías pierden su poder desestabilizador.
Lo que se echa de menos en este
libro es una reflexión que proponga una directriz (una declaración de
principios) con respecto hacia dónde pueden dirigir los artistas la
estilización de sus looks. Esta falta
produce interpretaciones contradictorias. La primera es suponer que el autor
apoya la cada vez más abrumadora insistencia con que vemos en la televisión,
ferias y subastas a los creadores convertidos en “edecanes de su propia obra”, en
títeres degradados que “practican una coreografía social cada vez más ajena a
las preocupaciones de su arte”, para lo cual necesitan cultivar un look televisivo que suba el rating y que facilite la inclusión de
sus rostros en afiches publicitarios.
La segunda consiste en ver las
ideas de Copano como una toma de conciencia sobre qué tanto inciden en nuestra
manera de habitar el mundo decisiones aparentemente baladís como el decidir
ponerse una arracada, dejar que el cabello crezca o vestir determinada ropa. En
el caso de los artistas, este asunto adquiere una importancia fundamental pues
ellos son los encargados de producir signos, discursos e imágenes en los campos
real y simbólico. Por lo tanto, se puede concluir que si un creador desea que
su arte rompa paradigmas e incomode al sistema de creencias, lo más coherente
es que su vida y aspecto personal sean igual de revolucionarios.
Yo me inclino por la segunda interpretación,
pero me pregunto si por fuerza todos los artistas cuya producción sea
heterodoxa deben seguir el camino de Salvador Dalí y convertir su imagen en una
extensión rocambolesca de su obra. De ser así, el arte se convertiría en una
fiesta de disfraces propicia para toda suerte de farsantes que, con atar
margaritas en la punta de sus bigotes, pasarían fácilmente por genios; entraríamos
en una mascarada terrible parecida a la que desarrollan con truculencia
nuestros gobernantes y sus despreciables asesores de imagen.
Dalí |
Como alternativa a ese panorama
desolador, pienso en figuras como la del ensayista mexicano Benito Torrentera,
cuyo rebelde sistema de pensamiento (un día se propuso llevar a la práctica sus
ideas y terminó en la cárcel, condenado por homicidio) jamás lo hizo procurar
un look que pudiera considerarse contracultural:
“De entrada di por descontado hacerme de un disfraz moral o histórico para
impresionar a mis contemporáneos: ni punk, ni anarquista, ni nada por el
estilo. En cambio, pasar inadvertido me pareció un acto apropiado a mi
temperamento”, se lee en Memorias desde
la prisión de Otumba, su obra maestra. Recuerdo también a Fernando Pessoa y
Franz Kafka, dos seres inadaptados cuyas obras extravagantes y revolucionarias
jamás los orillaron a cultivar aspectos excéntricos ni llamativos.

Contrario a lo que cree Copano,
estoy seguro de que en la vulgaridad de la apariencia se puede encontrar un carácter
extraordinariamente artístico. Por ello siempre me gusta imaginar, cuando viajo
en el metro, que entre la multitud me encontraré un anodino oficinista en cuyo
espíritu se agite, sin que nadie lo sepa, una colmena de creatividad y
percepciones fuera de lo común. El mismo Copano, cuando en el capítulo catorce habla
con evidente desdén del ordinario peinado del escritor italiano Carlo Emilio
Gadda, toca este punto, aunque se muestra más interesado en reprochar la
normalidad capilar del literato que en analizar las elaboradas causas de su
simple peinado. Presento el caso:
Gadda fue, como muchos saben,
creador de una obra rarísima e hiperbólica que, por su complejidad, lo mismo
puede seducir que poner irascibles a los pobres lectores. Si uno lee sus libros
sin conocer ningún retrato del autor, pensará que su aspecto, siguiendo la
tesis de Copano, es o debería ser igual de bizarro que su estilo literario.
Pero no. Ahora bien, lo interesante es que la normalidad y carencia de gracia
del look gaddiano es,
paradójicamente, causa y efecto de su excentricidad artística. Radical obseso
de unas cuantas ideas fijas, en un ensayo titulado “Cómo trabajo”, Gadda
confesó su odio hacia lo que él llamaba “la imagen tradicional y ab aeterno romántica del
escritor-creador, del ingenioso demiurgo”, según la cual se pretende que el
poeta o vate, “en comparación con el hombre común, con el llamado hombre
normal, tendría un suplemento de energía crítica y de razón clarividente”. Para
Carlo Emilio era una aberración que todavía en el siglo XX sobrevivieran dichas
concepciones románticas y decimonónicas dentro del mundo literario, y detestaba
que, gracias a ellas, muchos de sus colegas buscaran:
valorar su legitimidad ante la opinión ciudadana con gestos y actitudes vatescos, es decir, con vestiduras y sombreros de insólitas formas, pero aptos para el fin propuesto. Además, procuraban recurrir lo más raramente a los servicios de su desgraciado peluquero […] La estirpe de los poetas-profetas y de los escritores cabelludos no se extinguió con el extinguido siglo XIX […] Un vate del ochocientos nunca se habría atrevido a afrontar a su público, en ninguna ocasión, con los cabellos a la americana o a la alemana, como yo lo exijo a mi recalcitrante fígaro.
Carlo Emilio y su peinado |
Pues bien, aunque son maravillosas y
verdaderamente inteligentes las palabras que Gadda estructura para explicar las
razones de su ordinario peinado corto y de su negativa a lucir como artista,
Copano las rechaza y dice que “es una lástima que el novelista italiano pierda
parte de su genialidad al despreciar las posibilidades estéticas que se le
abrirían con tan sólo abandonar su ramplona imagen de burócrata obeso, cuyo
filisteismo se nota desde lejos, en ese peinado que, aun sin chiste, es pedante
hasta en sus motivaciones.” Con esa afirmación, la intransigencia de Copano llega
a un punto que, por evidenciar la tendencia superficial que lo domina, lo vuelve
indefendible. Por considerarlo poco glamoroso, desecha puerilmente al que sin
duda es el caso que mejor ilustra su teoría de la relación entre el look de un artista y sus convicciones
estéticas. Y que quede claro que con esto no quiero desacreditarlo, sino simplemente
señalar que erró al fijar la dirección de sus ideas. Copano sufrió lo que con
frecuencia padecen los grandes científicos y descubridores: desarrollan una
fórmula genial, descubren una ley, ensamblan el andamiaje de un sistema de
pensamiento impresionante e inédito, pero encauzan sus hallazgos en un sentido equivocado.
Copano esbozó lo que en un futuro sin duda se convertirá –liberado de esas
pretensiones que quieren convertir a los artistas en celebridades glamorosas y dignas
de aparecer en catálogos de diseñadores de ropa y accesorios– en una valiosa
veta de acción y reflexión para la crítica y el arte.
Ahora mismo, inspirado por lo que
considero lo esencial de la propuesta copaniana, me observo en el espejo, toco
los aretes de mi oreja, paso la mano por mi cabello y me pregunto cuál sería el
look que mejor complementaría a la escritura
de mis ensayos, los cuales se leen como meditaciones serias pero en realidad
son meras imposturas. Quizá debería buscar un corte de pelo que, visto de
frente, se vea sobrio, pero en la nuca presente alocadas franjas rapadas. Tal
vez debería teñirme el cabello de castaño para, igual que en mis textos, hacer
pasar lo falso por verdadero. O ya de plano ir a comprarme una peluca para
radicalizar esa condición de autenticidad y falsificación mezcladas.
En 1952 el joven Uriele dejó sus
estudios universitarios de Historia del Arte para abrir, apoyado por su familia
(provenía de un viejo linaje de peluqueros italianos), un salón de belleza en
Manhattan. A mediados de esa década, uno de sus clientes frecuentes era Andy Warhol,
quien, cuatro años más grande que él, gustaba de ir al negocio con el pretexto
de saludar a los peluqueros. En esas visitas, el todavía desconocido artista
pop se enamoró perdidamente de Copano. Ambos mantuvieron una tortuosa relación
amorosa que duró poco menos de un lustro, periodo en el que con frecuencia se
pudo ver humillado a Warhol. (Como era de esperarse, la madre de Andy odiaba a
Copano y, en cierta ocasión en que el peluquero fue a comer a casa del artista,
le arrojó en la cara un plato de sopa que, por fortuna, no estaba demasiado
caliente. Se dice que Warhol le reprochó a su mamá ese episodio durante toda su
vida).
De esa época también data el
comienzo de las primeras reflexiones copanianas sobre el look de los artistas, las cuales, por circunstancias cronológicas, estuvieron
ligadas inevitablemente a la figura de su entonces novio, a quien utilizó para
llevar a la práctica su teoría estética. Fue Copano, como se lee en el Cuadernillo, quien le recomendó a Warhol
en 1956 que consiguiera la peluca más artificial del mundo para así reforzar un
estilo que –y aquí las palabras del joven Uriele tuvieron mucho de proféticas–
se volvería con el paso del tiempo “un programa estético caracterizado por la
apropiación de lo artificial, por ser un guiño permanente a la confusión de lo
frívolo y lo artístico, y por desarrollarse en la estimulante era de la
reproductibilidad en masa” (p. 112).
Warhol y su peluca |
El artista, como se sabe, acogió
para siempre la recomendación y la convirtió en una extensión de su persona, en
un fetiche que lo identificaba como astro del pop y que fungió como emblema de
su carrera artística. Lo interesante –y aquí es donde entra posiblemente el
chisme– es que Copano afirma en la página 107 que la única razón por la que
Warhol jamás prescindió del postizo era porque lo portaba como homenaje a quien
fue el amor de su vida: el mismísimo Uriele Copano, que se mudó a Londres en
1962, precisamente el año en que Warhol realizó sus primeras exposiciones
individuales y que quedó para siempre señalado como la fecha del despegue de su
carrera. A partir de ese momento, los antiguos amantes, separados por un
océano, no volvieron a coincidir.